SINOPSIS
Todo empezó con una escena de sexo. Bueno, con una escena de sexo que yo no era capaz de escribir. A pesar de ser una autora con más de cincuenta libros románticos a mis espaldas, me estaba costando hacer lo que mejor se me daba, y, por pasar el rato, le pedí ayuda a un amigo al que conocía solo por internet. No debí haberlo hecho. Él escribió una escena mucho mejor que cualquiera que yo hubiera podido redactar, y nuestros siete meses de amistad platónica —aunque con algún coqueteo— se fueron al garete en diez minutos. Porque me pidió que nos viéramos en persona... Habíamos acordado mantener la relación en el plano digital, ser solo amigos y no ponernos cara, pero ninguno de los dos pudo resistirse. Cuando lo vi en el aeropuerto me sentí atraída por él al instante, pero no tardé en darme cuenta de que jamás íbamos a poder llegar a nada. El hombre con el que había estado hablando durante los últimos meses era la última persona que esperaba. La última persona con la que debía fantasear. Era el mejor amigo de mi padre.
RESEÑA
Veintidós mensajes de Whitney G. se coló en mi pila de lecturas recientes, y aunque no me arrepiento del tiempo invertido, tampoco estoy segura de que me haya dejado algo memorable. Es una novela corta, de esas que te venden como un shot de adrenalina romántica, pero que a veces se queda en un café descafeinado. La premisa tiene su gancho: Bella, una escritora de éxito venida a menos, busca inspiración en un amigo digital que resulta ser más de lo que esperaba. Hasta ahí, todo suena prometedor.
El arranque es ágil. Los primeros capítulos te meten de lleno en la cabeza de Bella, una mujer que ha hecho de las palabras su refugio, pero que ahora las siente como cadenas. Su intercambio de mensajes con Ryan —un desconocido con quien juega en una app tipo "Palabras y letras"— tiene chispa y un toque de picardía que te hace sonreír. Hay algo adictivo en cómo pasan de charlas triviales a confesiones veladas, y Whitney G. sabe jugar con ese tira y afloja. Pero cuando la historia da el salto al mundo real, las cosas se complican, y no siempre para bien.
El gran momento llega en el aeropuerto, donde Bella y Ryan se encuentran cara a cara. La tensión está ahí, y la química inicial no decepciona: miradas que queman, frases a medio decir, y ese cosquilleo de "esto no debería estar pasando". Pero entonces cae la bomba: Ryan es el mejor amigo del padre de Bella, un tipo que la vio crecer y que, en teoría, debería ser territorio vetado. El taboo podría haber sido el motor de un drama jugoso, pero en lugar de explorarlo a fondo, la autora lo despacha con una rapidez que deja sabor a poco.
Bella como personaje tiene sus luces y sombras. Por un lado, me gusta que no sea la típica heroína ingenua; tiene experiencia, un pasado lleno de éxitos y un cinismo que la hace relatable. Su lucha con el bloqueo creativo está bien planteada al principio, y hay escenas —como cuando escribe a contrarreloj en un café— que te hacen empatizar con su frustración. Pero conforme avanza la trama, su desarrollo se estanca. Pasa de ser una mujer independiente a orbitar alrededor de Ryan sin que quede claro por qué él es tan irresistible, más allá de lo obvio.
Ryan, en cambio, es el arquetipo del galán que Whitney G. maneja tan bien: atractivo, con un aire de peligro tranquilo y una lengua afilada que hace que cada frase suene como un desafío. Las escenas subidas de tono —porque sí, las hay, y son el punto fuerte del libro— están bien escritas, con un ritmo que no deja indiferente. Pero fuera de la cama (o del sofá, o del escritorio), no hay mucho que lo sostenga. Es encantador, sí, pero también predecible, y cuando se supone que deberíamos ver su lado vulnerable, todo se resuelve con un par de líneas que no terminan de calar.
La trama avanza a trompicones. El conflicto del "prohibido" se diluye rápido; el padre de Bella, que podría haber sido un obstáculo real, apenas aparece, y la resolución familiar es tan conveniente que parece sacada de una sitcom. Hay un intento de añadir capas con el pasado de Ryan —algo sobre una ex que lo marcó—, pero se queda en la superficie, como si la autora hubiera tenido prisa por cerrar el círculo. El romance, que debería ser el corazón de la historia, se siente acelerado: pasan de coqueteo a "te necesito" en un parpadeo, y aunque la pasión está ahí, falta ese buildup que hace que te creas el amor.
El final es de manual: dulce, con un guiño a un futuro juntos, pero sin arriesgar nada. Bella recupera su inspiración, Ryan suelta una frase cursi, y todo queda atado con un lazo bonito. Es satisfactorio si no pides mucho, pero también olvidable. La prosa de Whitney G. es lo que salva el día: directa, con un ritmo que te lleva de la mano y diálogos que, cuando aciertan, te arrancan una carcajada. Sin embargo, comparado con otros títulos suyos, como Sinceramente, Carter, este se siente como un boceto que no terminó de pulirse.
CONCLUSIÓN
Veintidós mensajes es un romance ligero que cumple si buscas algo rápido, sexy y sin complicaciones. Tiene momentos que enganchan, un par de escenas que suben la temperatura y una protagonista que, al menos al principio, promete más de lo que da. Pero se queda corto en profundidad, y el potencial del taboo se desperdicia en una ejecución apresurada. Si te gusta Whitney G. o necesitas un pasatiempo para un vuelo corto, puede funcionar. Si esperas una historia que te remueva o te sorprenda, este no es el boleto ganador.